Hace poco vi la película “The help” conocida en nuestras latitudes como Criadas y señoras o Historias cruzadas. El film dirigido por Tate Taylor, nos relata la historia de un grupo de mujeres afroamericanas en los años 60’s residentes en Jakson Mississipi, Estados Unidos. Entre drama y humor llegamos a conocer sus altibajos como empleadas domesticas en un ambiente hermético, clasista e hipócrita en conflicto con los cambios sociales que experimenta el mundo.
Criadas y señoras me gustó por la simple razón de que es una película entretenida; las actuaciones son impecables y la historia por si sola te atrapa. Luego de ver el film me resulta imposible no pensar en nuestras propias criadas y señoras venezolanas, y no me refiero a los años 60’s. Hablo de la actualidad y de una realidad que existe desde muchas décadas atrás; Jóvenes, mujeres, ancianas. No hay distinción de edades, formas, colores de piel, nada. Mujeres que dedican sus vidas a labores de mantenimiento, limpieza domestica, cocina , cuidado y crianza de niños que a los ojos de la sociedad no son de ellas, es decir, le crían el muchacho a alguien más. Una profesión tan antigua como el mismo Simón Bolivar. Estas señoras se encuentran ancladas a mi memoria por una razón: la ruta que desde pequeño he utilizado para llegar mi casa. Ese viejo autobús que recorre una extensa zona residencial en la cual, abundan casonas y edificios que ya sean de vieja o nueva construcción, mezclan aquellos tiempos elegantes con el apresurado modernismo de las nuevas torres, los viejos arboles de grandes raíces con brillantes nuevos comercios; el inevitable progreso que transforma las ciudades no cambia la determinación del trabajar y conseguir el pan del quince y último porque simplemente no queda otra. Una mezcla usuarios del transporte público, individuos dignos de ser analizados con tan solo un vistazo; la doña encopetada, la sifrina, el que no se quita los audífonos, el obrero, la china que no habla español y la señora, responsable de este texto.
Recuerdo que mi amiga Elisa quien vivía en el edificio de en frente creció con la señora María, una mujer fuerte y trabajadora también conocida como “la negra”, domestica que después de tantos años trabajando en su casa se volvió casi parte de su familia, digo casi porque más nunca la vi y es todo lo que se al respecto. También está el caso de la señora Ignacia que después de criar a varios muchachos y vivir con la familia para la cual trabajabó por décadas, el vínculo fue tal que se convirtió en una segunda mamá y al final con los años en la dueña de la casa.
Todos las vemos siempre, algunas hasta las conocemos de vista y sabemos sus nombres. Pero en general pasan por un anonimato absoluto. Por ejemplo, en mi casa nunca hubo señora de servicio. Quizás por eso para mí resulta tan ajena la situación más allá de lo que he observado en el ambiente que me rodea, personas que conozco y lo que una película ambientada hace 50 años atrás me refleja.
En mi casa cada semana y media al llegar del colegio mi mamá tenia las sillas del comedor patas pa’ arriba “cuidado que el piso esta mojado” y me tenía que quitar los zapatos, así pasaba con la cocina y los cuartos, porque el baño ya era y todavía es cuestión de mi tía, que le encanta meterse por horas a estrujar esas paredes de cerámica portuguesa. Ahora soy yo el que limpia en mi casa, porque no hay nadie que limpie por mí, pero no cada semana y media, si no cada dos meses cuando la acumulación de polvo es tal, que llega a dar vergüenza. Aceptémoslo, limpiar es engorroso y fastidioso, pero es nuestro deber hacerlo si queremos vivir civilizadamente.
Me doy cuenta del esfuerzo de e
stas mujeres, que ya sea por vocación o necesidad dan lo mejor de sí para lograr un reconocimiento que vaya más allá de de una cocina limpia o una ropa bien lavada. Es que lavar los trapitos sucios de otra persona no está nada fácil.
Las veo en la ruta.
